Reflexiones en los procesos de parada

La clave de todo es el tiempo. El que empleamos en vivir y el que muere cada vez que no hacemos nada, el que regalamos al amar y el que perdemos cuando el miedo nos recorre y nos frena y nos hace inestables.

Al final, el reloj solo nos acompaña porque hemos asumido que debemos contabilizar las horas como el mundo quiere que lo hagamos; sin embargo, somos nosotros mismos los que vislumbramos nuestras propias perspectivas de la temporalidad. Donde unas veces volamos, otras tantas todo se ralentiza y caemos en la desesperación de lo incontrolable.

El mundo nos marca un paso muy distinto al que realmente experimentamos, de modo que el concepto que tenemos de lo vivido vuelve a ser un pensamiento, una circunstancia y un proceso que nace del yo para el yo, aunque estemos enclaustrados en los patrones de lo cotidiano dentro de una sociedad que nos pauta tanto como nos limita.

Nuestra razón está sometida a la vivencia, una vivencia contenida en el proceso continuo de las 24 horas, de los 365 días, de los 12 meses que se repiten ad infinitum. Vivir se convierte en la necesidad de hacer que el mundo se adecue a nuestros ritmos aún estando sumergidos en aquellos que nos son ajenos.

Ocurre, por tanto, que existimos dentro de una constante inercia que nos hace ser seres volátiles que se desarrollan, a pesar de que esta sociedad nos ha hecho sentirnos dueños de nuestro destino, como amos de esa nada que aspira a ser todo.

Es en el resultado de esa creencia del poder de decisión personal  que aadvertimos la  necesidad de parar la realidad o acelerarla para satisfacernos —porque vivimos sometidos al egótico placer— y conseguir nuestras metas sin que nada ni nadie interfiera en nuestra realidad intrapersonal, a pesar de que la social hace que cualquier elemento o persona que nos rodea sea una interferencia por sí misma.

Es así como llegamos —o llego, al menos— a la conclusión constante de que deberíamos reflexionar mucho más sobre nosotros mismos y el tiempo que gastamos en ser felices, en compartir nuestra alegría o nuestro amor con otras personas y en hacernos grandes espiritualmente. No obstante, es nuestra obligación también meditar sobre los momentos que empleamos en desvivirnos sumidos en la tristeza, la apatía o el miedo, porque es de la mezcla de todo, en ese pastiche emocional,  de donde parte nuestra propia evolución como seres inteligentes.

Al fin y al cabo, en todo proceso de crecimiento, las emociones humanas son los verdaderos marcadores de nuestro tiempo y nuestra existencia ya que son las que verdaderamente controlan las conductas que seguimos más allá de lo meramente natural.

De ahí que, aunque nos cueste asumirlo y la sociedad nos niegue la capacidad de subsistir sin freno y siempre a expensas de sus normas, sea necesario vivir un poco más intensamente nuestra propia condición cada día y dar las gracias por lo ya pasado y por lo que nos vendrá en el futuro, asumiendo que el punto en el que interseccionan las necesidades personales y nuestras conductas con lo que nos exige la sociedad es donde debemos pararnos a reflexionar para poder seguir adelante hoy y vivir más plenamente todo el tiempo que nos queda.

Así sabremos que, después de todo, el secreto para ser en este mundo está en nuestra relación con lo que nos rodea, sí, pero también en el conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos. Ahí y en dejarnos sentir con relativa libertad durante el máximo de tiempo posible.


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